Por Alonso Aguilar del Laboratorio de crítica y periodismo cinematográfico CRFIC17

 

En la mitología griega, la figura de Medea es descrita a través de su similitud con las fuerzas de la naturaleza. Se trata de un ente poderoso, pero esencialmente caótico, cuyo único régimen son los instintos más primarios del ser. Es la ruptura total del rol arquetípico de la mujer, desafiando preconceptos y saliéndose del molde con su autonomía. 

 

Sí bien por sí sola la referencia está cargada de significado, el largometraje homónimo de la directora costarricense Alexandra Latishev resignifica el mito como una potente deconstrucción de la feminidad contemporánea.

 

Desde su primer encuadre, la cámara se fija en capturar con detalle la cotidianidad de María José (Liliana Biamonte), una joven estudiante universitaria cuyo embarazo no parece limitar ni su búsqueda casual de placeres carnales, ni la afinidad que tiene hacia los deportes de contacto y las noches de desenfreno. 

 

Más allá de la trivialización y el ocultamiento de la avanzada gestación por parte de la protagonista, las rupturas dentro de su rutina evidencian progresivamente cómo el hecho la empieza a carcomer y es aquí cuando destaca el tratamiento intimista de Latishev. 

 

El estoicismo generalizado de María José propone un énfasis en la atmósfera que se construye desde la incomodidad palpable en sus interacciones sociales hasta la desolación que cargan los silencios pronunciados de sus quehaceres diarios. Es la lucha constante entre la autodeterminación y lo abrumador de un contexto incierto cada vez más sofocante, el cual es exaltado con un opresivo aspecto de radio en 4:3.

 

Esta decisión formal también da réditos a la hora de complementarse con la poca profundidad de campo de la fotografía de Álvaro Torres y Oscar Medina, quienes apropian las limitantes del encuadre para enmarcar la interpretación de Biamonte como un retrato impresionista del dolor. 

 

La cualidad claustrofóbica de este sentir también se concibe desde un diseño sonoro carente de lo extra-diegético casi en su totalidad, dando espacio a que las distintas capas de ambientes cotidianos se conjuguen como una atmósfera hipnótica por sí sola. 

 

Cuando la música eventualmente se hace presente, su inclusión también denota meditación previa, ya sea con un guiño en segundo plano como la versión karaoke del himno de emancipación femenina que es “Girls Just Wanna Have Fun” o finalmente la ruptura que viene con la exaltación del diálogo mitológico que es cerrar con la melodía de Orfeo (intertexto que por sí solo da para vasto análisis). 

 

De hecho, este juego con la tragedia griega presenta al filme con situaciones que de la mano de otro realizador podría caer en la redundancia de lo sobre enfatizado o la banalidad del morbo, por lo que se agradece que Latishev no sacrifique los matices de su tono contemplativo y más bien aproveche las circunstancias como una transición de la desorientación psicológica de la protagonista a la toma de acción. Esta viene dentro del marco de una secuencia tan devastadora en su crudeza como efectiva en cuanto a clímax, en la que la actuación de Biamonte llega a un pico de visceralidad sin la necesidad de interrumpir la secuencia. Se trata del desprendimiento final antes de la emancipación. El rechazo definitivo antes del renacer. 

 

El enfoque naturalista y las preocupaciones societales que vienen de la mano con la transformación de María José evocan por momentos a la austeridad de ciertos autores del Nuevo Cine Rumano o al minimalismo y la sutileza con que la denuncia es tratada por alguien como Lucrecia Martel, pero el sentir de Latishev es genuino en cuanto al contexto de su inconformidad. La forma envolvente estéticamente y potente a nivel conceptual en que apropia este sentir, hacen de su debut la potencial consolidación de una voz que no solo es idiosincrásica y prometedora, sino que se siente necesaria en el panorama fílmico actual.