Mariana Alpízar Guerrero

"Nada es más hermoso que lo que desaparece frente a nuestra mirada"

 

 

La luz, como metáfora del aprendizaje y su juego con la oscuridad, como la negación de la propia historia y el duelo por lo perdido es lo que conduce la película de ficción japonesa Radiance, un filme en donde la imagen no es un adorno de la palabra, ni un telón de fondo, sino que es protagonista, llevándonos a un registro sensitivo en el que, al menos en Occidente no estamos acostumbradxs, sobre todo si esperamos diálogos que nos expliquen constantemente lo que ya es claro en la imagen. Nos encontramos con un fotógrafo muy sobresaliente en su profesión que se va quedando progresivamente ciego y una profesional que propone la narración del cine para personas no videntes. 

 

Se trata de una propuesta que se pretende filosófica y que aborda principalmente las historias de Misako y Nakomori, que se encuentran y aunque parecen muy distintos, tienen algo en común: han perdido algo de sí, de su historia, de su mirada y, en un contexto donde lo políticamente correcto es lo común, ellos se confrontan, se acompañan y finalmente se enamoran. A pesar de pretenderse filosófica no logra trascender el discurso de lo bello, lo romántico y la superación de las contradicciones internas debido al establecimiento de un vínculo amoroso que le pone punto final a las confrontaciones entre los personajes. La sola existencia del romance innecesario y la escena de drama final denota una decisión de la directora que pone en entredicho algunas de las propuestas interesantes que hacía la película al inicio. 

 

Se desaprovecha entonces la oportunidad de trabajar la confrontación y lo políticamente incorrecto en escenas que parecían muy prometedoras, en donde se hablaba de la importancia de cuestionar a lxs investigadores que trabajan con poblaciones minoritarias a pesar de que sus intenciones sean buenas, o la escena en la que Misako le dice a Nakomori que este no comprende lo que ella comunica porque le falta imaginación, con lo cual se traspasa un tabú sobre la población con discapacidades a la que socialmente se le mistifica y se teme hacerles críticas directas. Ambos son temas que de pronto desaparecen con el único argumento del enamoramiento y, por ende, es a partir de esto que se da el cierre de algunos duelos que estaban abiertos.

 

La fotografía retrata lo bello en el encuentro consigo, el camino que conlleva aceptar las rupturas en la vida y la relación del sujeto con la muerte, de manera que los binarios se mezclan y el resplandor, aunque en un inicio puede cegar posteriormente puede convertirse en mediadora de la mirada y dadora de sabiduría. Y es que justamente, al apalabrar lo que la imagen cuenta, algo se escapa y nos vamos hacia un registro pantanoso, tal como nos intenta comunicar el filme de forma reiterada. Existen experiencias sensoriales que no son racionalmente explicables y es su paso por el lenguaje lo que puede hacerlas más llevaderas. 

 

Por último, el filme tiene varios finales, algunos cercanos al cine hegemónico y otros un poco más analíticos y profundos. El exceso en los cierres deja una idea sobre el duelo como algo que se puede acabar de forma definitiva, a pesar de que la película seducía al inicio con una idea más intrincada y menos transparente. Al final la directora se deja seducir por el romance y termina convirtiéndolo en el centro de su historia.