Por Luciana Gallegos

Estos productos comunicativos han sido escritos por profesionales costarricenses que han participado en el Laboratorio de crítica cinematográfica del CRFIC. Las opiniones aquí reflejadas son exclusivas de los críticos y no necesariamente representan la posición del festival.

En medio de un paisaje selvático y oscuro, un hombre traspasa una barrera metálica. Corre y grita de forma desesperada. Desprovista de todo contexto, con movimientos de cámara temblorosos que enfatizan el desplazamiento apresurado del hombre, la escena inicial de Island of the Hungry Ghosts es aflictiva. Y ofrece una orientación: este documental no disimula sus elementos híbridos, de evidente puesta en escena. Poco después vemos a Poh Lin Lee —trabajadora social, amiga de la directora, Gabrielle Brady, y figura protagónica del documental— mientras se escucha una noticia sobre el fallecimiento de un hombre que, luego de escapar de un centro de detenimiento, fue encontrado muerto al fondo de un precipicio. ¿Es una noticia “real”? Lo clave es que podría serlo. ¿El difunto hallado se relaciona con aquel hombre que observamos correr y escuchamos gritar? Repensar o volver a ver la primera escena luego de conocer su trasfondo la transforma en una visión aún más angustiante.

Un resumen simplista del trasfondo: en el 2008, dentro del territorio de la Isla de Navidad —135 kilómetros cuadrados administrados por el gobierno federal de Australia—, se abrió un centro de detención para los miles de migrantes que llegaban en barco a las costas australianas en busca de asilo. Al ver algunas sesiones de terapia a cargo de Poh Lin, conocemos fragmentos de las experiencias de personas migrantes que, en ese momento, estaban recluidas por un tiempo indefinido. Actualmente, el estado del centro es incierto. En octubre de 2018 fue cerrado, aunque con la disposición de ser operativo tan pronto se considerara necesario. Más recientemente, en febrero de 2019, se anunció su reapertura.

Como parte de su abordaje terapéutico, Poh Lin utiliza una pequeña caja de arena y un gran repertorio de figuras: personas de plástico, barquitos, animales, casas, carros. Es una técnica llamada sandplay therapy —usualmente utilizada con quienes han padecido traumas, abuso o abandono—, cuya intención es que las personas logren expresarse sobre asuntos muy dolorosos o abrumadores. El documental muestra varias escenas donde los pacientes comentan tanto las figuras que eligieron como la manera en la que decidieron acomodarlas sobre la arena. Sus explicaciones suelen vincularlas con sus experiencias de migración: cómo fue su llegada a la isla, cómo era su país de origen, cuánto extrañan a sus familias.

Al observar la técnica de la caja de arena en acción, pensé en los riesgos de compatibilidad que acechan cualquier relación terapeuta-paciente. Un abordaje que alguien considera incómodo o infantilizante puede ser la salvación de otra persona, e incluso podemos sorprendernos a nosotros mismos con aquello que, sin importar lo meloso, encontramos reconfortante en un momento de dificultad. (Pienso en una frase del escritor David Carr sobre sus esfuerzos de rehabilitación por adicción: “Los eslogans salvaron mi vida. Todos: los tontos, los imperativos, los desvergonzados, los torpes”.) En cualquier caso, muchos de los testimonios, justamente por su candidez y esa vulnerabilidad de dejarse llevar por las buenas intenciones de la terapeuta, resultan bastante conmovedores.

También resultan algo desoladores a la luz del principal arco narrativo presentado: Poh Lin cuestiona progresivamente su rol como profesional implicada en ese aparato burocrático que, con su propósito de imponer fronteras, apresa a miles de migrantes por plazos indefinidos, en condiciones deplorables. En ese contexto, la terapia puede percibirse como un trámite de relaciones públicas, no como una ayuda tangible. Vemos el dolor y la fatiga que ella siente por ser acompañante momentánea de personas con trayectorias tan crueles e injustas. “Suena horrible —le admite Poh Lin a una colega—, pero a veces es difícil venir, porque no estoy segura de querer ver a personas que me preocupan, a quienes aprecio, estar peor que la semana anterior”. (Me pregunto cómo el acto de ser grabada, y para ello hablar regularmente frente a cámaras, impactó la experiencia misma de Poh Lin sobre su trabajo, su situación como terapeuta.)

Otras imágenes recurrentes forman parte de la atmósfera singular construida en Island of the Hungry Ghosts. Por un lado, los rituales que le dan al documental su nombre, en los que algunos residentes de la isla intentan aplacar los espíritus de los primeros habitantes, quienes no recibieron un entierro adecuado. Cenizas suben al cielo mientras escuchamos música sombría. Por otro lado, los cangrejos en movimiento: un panorama recurrente, un personaje colectivo. Si bien las escenas donde vemos a centenares de cangrejos atravesar las calles tienen la potencia añadida de la analogía —la migración como una parte esencial de la vida en este planeta, a pesar de esfuerzos humanos por condicionarla—, por sí solas resultan también impactantes. Una marea roja.

Tanto a nivel visual como sonoro, Island of the Hungry Ghosts es un documental que se mueve entre lo gentil y lo tétrico. Entre la calidez de las sesiones terapéuticas con Poh Lin, la maravillada “ingenuidad” de las preguntas de su hija Poppy, la paciencia de alguien apartando a los cangrejos con un rastrillo para protegerlos; y las rocas filosas contra las cuales golpea la marea, un centro de detención gris en medio del verdor isleño, una carpeta llena de recomendaciones psicológicas ignoradas.

País: Australia-Alemania-Reino Unido

Año: 2018

Título original: Island of the Hungry Ghosts

Dirección: Gabrielle Brady

Etiquetas: 
7CRFIC, Crítica