Bart Van Langendonck, productor del largometraje The Land of the Enlightened, cuenta en entrevista realizada por un equipo del CRFIC, que el director belga Pieter-Jan De Pue se enamoró de Afganistán y su gente, pues pasó mucho tiempo en ese país trabajando para revistas y la Cruz Roja Internacional con el fin de hacer fotoreportajes.

De Pue viajó a áreas muy distintas y remotas, lejos de Kabul, donde se encontraba con niños haciendo trabajo de personas adultas y viviendo la guerra cerca de una base militar estadounidense en medio de ninguna parte.

Los niños intercambiaban escudos antibalas con lugareños que les llevaban pan e incluso hachís a los soldados. De Pue sentía curiosidad de por qué recolectaban los escudos antibalas.

La idea inicial del director era conectar varias historias de diferentes niños a partir de estos intercambios y ver adónde iban a parar. También conoció a niños que excavaban minas terrestres y se preguntaba por qué; la respuesta era que querían sacarles el polvo para venderlo a personas que lo transportaba a las minas de lapizlázuli para usarlo como explosivo.

¿Los niños vivían solos o con sus familias?

Vivían con sus familias pero formaban pandillas para trabajar juntos y contribuir con la economía de la aldea. Estos niños son contratados para excavar las minas porque son pequeños de estatura. Lo interesante es cómo ellos percibían su país, cómo veían el futuro de Afganistán y con qué sueñan.

¿Con qué sueñan?

Por ejemplo, el personaje principal, un niño que vive en en las montañas de Pamir, nunca ha visto a un soldado estadounidense; es algo sobre lo que han escuchado, lo han oído en su radio de transistores, pero no es concreto para ellos, no saben cómo se ve un soldado. Ellos se imaginan cómo va a ser su país cuando los estadounidense se vayan, y entonces fantasean con que se convertirán en el nuevo guerrero, se casarán con su chica que luego llevarán a Kabul.

Los sueños están conectados con las fábulas mitológicas de Afganistán sobre Gengis Khan, porque han aprendido sobre esto aunque hay muy pocas escuelas en estos lugares tan remotos.

El director usa dos técnicas narrativas...

Sí, es un documental que filmó a los soldados estadounidenses, que estaban ahí de fondo. Pero sin duda, al filmar en Afganistán no puedes solo decir: “vamos a seguir a este grupo de personas”, porque uno, es muy peligroso, y dos, la gente no es estúpida: nosotros íbamos con mucho dinero, entonces siempre hubo una gran gran negociación de por medio para poder hacer y filmar lo que se quería. Tenías que pagarle al pueblo, al jefe del pueblo, pagar por protección.

¿Por qué decidieron narrar estas dos historias principales?

Pieter-Jan también es un niño pequeño al que le encantan las películas de guerra, las situaciones peligrosas y estaba impresionado por los soldados estadounidenses estacionados en la cima de la montaña, donde él también se ubicó por dos meses para grabar estas imágenes. Quería capturar la realidad de la guerra en Afganistán pero también quería contar la otra historia del pueblo afgano, que es poética pero a la vez real. Hemos visto muchas películas sobre la guerra en ese país, en las cuales se ve muy de cerca a los militares pero no a su pueblo.

Y los niños, particularmente…

Por ejemplo, el personaje principal del niño es un adulto, porque a los 15 años ya son adultos. A los 12 las mujeres se casan en estas regiones, por lo que el ciclo de vida es muy corto; la expectativa de vida es de 42 años. A los 15 años te puedes convertir en el jefe de la aldea. Es una estructura de sociedad totalmente distinta a la nuestra.

¿Cómo fue su rol de productor en este filme?

Pieter vino a mi en el 2006 porque tenía algo de reputación por haber hecho dos películas y porque se supone que el productor puede encontrar financiamiento para realizar la película. Comenzamos con un presupuesto de $ 400,000 basado en sus suposiciones de cuánto costaría el proyecto y la idea era grabar durante tres meses.

Pero grabó durante siete años….

Fue por etapas en las que iba y venía.

¿Usted estuvo durante la filmación?

No, al final no fui porque es muy peligroso, uno puede ser secuestrado, puede estar en medio de un bombardeo. Pieter-Jan sabía cómo tratar con los afganos, con las autoridades locales. Entonces hicimos suposiciones como: el presupuesto es éste, tenemos tanto de financiamiento, cómo lo vamos a gestionar y optimizar, y al final, el monto fue de $ 1.3 millones. Entonces mi rol era creer en lo que el director decía, aceptar los riesgos que eran muchos, porque de algún modo no quería aceptar lo peligroso que era hacer esta película, lo cual es bastante estúpido; no lo haría otra vez. Al principio no era muy claro qué quería hacer y lo puse en contacto con un especialista que analizó el guión, que revisó escena por escena para determinar cuánto tiempo le llevaría desarrollarlo, cómo iba a conectar las historias, encontrar a los personajes. Luego reconocieron que Pieter-Jan no estaba haciendo un documental sino una ficción. Cometimos muchos errores porque no sabíamos, es decir, él sabía algunas cosas, pero no todas.

¿Por qué decidieron filmar en Super 16 mm?

Por dos razones, porque es una cámara muy simple de usar y se pueden arreglar fácilmente. Yo no estaba muy convencido porque es caro e inseguro pues se iba a grabar en áreas muy remotas y había que devolverse a Kabul con el material filmado, pero también había que filmar en áreas de 400 metros de altura y con nieve, donde no había electricidad y había que llevar generadores propios y si trabajas con laptops y cámaras digitales, no las puedes arreglar, si se descomponen se descomponen.

Hay una diferencia en las imágenes filmadas en Super 16 mm...

Por supuesto que hay una diferencia, y nosotros la usamos en el filme; los errores como los rasguños y las quemaduras de la película los incluimos, pues realzaron las escenas de ficción, que tomaron un aspecto cinemático; precisamente, esa es la belleza que posee.